Por: Ángel Rivera
Nublado y con posibilidad de lluvia anuncia el noticiario; chamarra y sombrilla no pueden faltar para salir de casa, pues el clima puede ser ingrato. Pero nada detiene a los fieles que caminan rumbo a la arena México.
En el corazón de la colonia Doctores, una de las más antiguas de la capital, un trayecto corto que inicia desde la estación balderas da pie a un recorrido histórico y lleno de vida. Los inmuebles; tan viejos como la misma lucha, exhiben pinturas de cada enmascarados que ha marcado una leyenda en México.
Toda la manzana parece guardar huellas de miles de luchadores que salieron de ahí entre aplausos y victorias, quedando inmortalizados en toda la mercancía que ofrecen los puestos. Octagón, La parca, Kemonito y El Santo; todos juntos en la memoria de la afición.
El clima acertó, una ligera brisa de lluvia asusta al polvo y levanta un aroma a asfalto mojado, pero no importa, pues la gente avanza sin prisa. Niños corren delante de sus padres portando la máscara de su luchador favorito. “¡Papá, cómprame la figura del Místico!”, se escucha entre la multitud, mientras los puestos responden con todo tipo de mercancía: llaveros, muñecos y capas que relucen bajo un gris atardecer.
“Sigue caminando, hay que comprar los boletos”, dice una familia con voz intranquila mientras se forman en una taquilla moldeada dentro de tres paredes vibrantes, cubiertas de pintura y con carteles antiguos. Mascaras desgastadas, fotografías en sepia y nombres legendarios que han desfilado aquí parecen observar desde el pasado a quienes en el presente conservan aún la tradición.
Las voces se mezclan: el español chilango convive con acentos lejanos, ingleses, franceses, japoneses… turistas que han llegado a la catedral de la lucha libre. Sonidos ajenos, idiomas desconocidos, pero todos reunidos por el mismo motivo: ver volar a los luchadores, escuchar el estruendo del público y vibrar con cada caída.
Las ruidos se apagan, poco a poco la entrada está cerca. Un breve control de seguridad, y como un portal a otro mundo, se abren los túneles que llevan hacia las gradas.
El pasillo es un desfile de sabores y olores: puestos de cerveza, refrescos, palomitas y papas que llenan el aire con aromas intensos; en lo alto, más pinturas y fotografías de leyendas que velan desde las paredes. Cada paso retumba sobre el suelo y cada sonido se amplifica; la emoción ya no es contenida, es un eco que rebota en cada esquina.
El túnel desemboca en la grada, un asistente uniformado te guía a tu asiento entre la multitud y las luces. La vista es imponente: abajo, el ring iluminado espera en silencio, rodeado por un mar de butaca que poco a poco se van llenando. El mal clima ha quedado atrás; aquí todo es calor, color y expectación.
Las luces se apagan, dejando solo a la vista el cuadrilátero. El réferi, con voz emocionada, anuncia el inicio. La arena entera contiene el aliento, esperando ver a su enmascarado favorito
Una voz estridente y anónima resuena en los oídos de todos: declara las reglas y la modalidad del combate. “¡De dos a tres caídas y sin límite de tiempo!”, retumba en cada rincón.
El estruendo de un heavy metal rasga el silencio y captura la atención. El primer luchador aparece entre un espectáculo de luces, avanza con paso firme y ágil a la vez. El público estalla en gritos, la función ha comenzado.
Uno tras otro, los luchadores van apareciendo, La mayoría deslumbra con trajes brillantes, capas relucientes y máscaras bordadas. Entre ellos, hay quienes portan diseños que no son solo adornos, son una herencia. Los colores, los símbolos y hasta los nombres son tributo a los ídolos que subieron al mismo ring décadas atrás; hijos, nietos o discípulos, todos cargan con la responsabilidad de mantener vivo el legado.
Pero no todos esconden su identidad bajo una máscara, otros descubren su rostro y lo adornan con pintura o maquillaje que transforma su expresión el algo feroz. Sus cabelleras largas o teñidas se mueven con cada salto, y su mirada busca desafiar al público y al rival.
El combate es de tres contra tres;
técnicos contra rudos, y aunque sobre el cuadrilátero hay reglas, abajo reina
el caos. Mentadas de madre vuelan desde las gradas, abucheos contra las trampas
de los rudos y gritos de apoyo se mezclan con un “¡te amo Atlantis!” que lanza
una voz femenina desde las filas bajas.
Las llaves se aplican como torturas, sometiendo al enmascarado entre gestos de dolor y acrobacias perfectamente ensayadas. En un momento, un rudo cae del ring y el público contiene el aliento, hay preocupación, el espectáculo sabe jugar con la tensión. Apenas se levanta, los aplausos y silbidos vuelven a encenderse.
Los movimientos son ágiles, precisos; no necesitan alas, solo tres cuerdas para volar. Desde lo alto, se lanzan sobre sus oponente con piruetas imposibles y el ring se convierte en un escenario de vértigo, sudor y brillo. Entre cada caída y salto, la gente reacciona como si todo fuera real, pero por un momento lo es.
La última caída llega entre gritos y tensión; un conteo veloz del réferi, el golpe final, y el equipo técnico se lleva la victoria. La arena estalla entre palmas, silbidos y gritos ahogados de emoción. Algunos de pies, otros abrazados, todos festejan o reclaman con pasión desbordada. Los luchadores levantan los brazos, se despiden con reverencias y gestos teatrales, sabiendo que cada función es un ritual irrepetible.
Se escucha a lo lejos la queja de trabajadores, reniegan que la mayoría de las voces que llenan las gradas son extranjeras y cada vez menos de locales. Quizá la lucha ha dejado de ser un espectáculo de barrio para convertirse en una vitrina mundial.
Aun así, sobre el ring todo sigue igual; familiares y nuevos rostros cargan el peso de una historia que se niega a apagarse. Cada máscara, cada llave y cada vuelo desde las cuerdas es un recordatorio de que, aunque cambien las caras en el público, la tradición sigue viva.
Poco a poco las luces se encienden de
nuevo y la magia empieza a desvanecerse. La gente se levanta y los túneles
ahora son corredores de voces roncas y risas satisfechas. Afuera el sol ha
caído y la ciudad vuelve a ser la misma, aunque dentro de cada aficionado, el
ring sigue brillado.
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