Por:Ángel Rivera
Suena la alarma y el sol ya salió, levántate de tu cama, es domingo de ir a desentumir el cuerpo con una cumbia o un mambo; alista tu mejor ropa, pues vestir bien es un código no escrito.
Bolea tus zapatos –decían mis padres–, alista tu mejor atuendo y no olvides tu perfume, para que, con toda la actitud y confianza, al ritmo de la guaracha, deslumbres con tus mejores pasos en la pista.
“Usa la línea azul y llega hasta la estación San Cosme; de ahí sales y sigues derechito y verás un mercado. Si puedes come algo en los locales, pues el hambre es canija a la hora del baile, de ahí te sigues y no tendrás pierde en llegar”. Así me aconsejaba mi madre, mientras recordaba como hace más de treinta años el salón abrió y ella, con la misma emoción que yo, asistía.
Siguiendo los consejos de mi madre decido ponerme en marcha. Antes de llegar al Caribe está la colonia San Rafael, donde el paso del tiempo se siente en sus calles; edificios nuevos y viejos conviven. Los más antiguos, con pintura opaca y desgastada recuerdan a épocas de gloria, donde el bullicio llenaba sus pasillos y hoy el olvido los acompaña.
Después de recorrer las calles, el sol empieza a caer, y como si una hipnosis me guiara; sin preguntar ni averiguar, el mismo sonido de la cumbia en la calle me conduce hasta las puertas del salón.
Este se alza sobre dos imponentes pisos, con letras pintadas en amarillo y dos palmeras anunciando “Salón de Baile Caribe”. Finalmente llegué; su fachada blanca con amarillo se muestra como un refugio del pasado, resistiendo al compás del tiempo.
Es hora de entrar. Dos porteros que, a primera vista parecen intimidantes, pero te reciben con una sonrisa;solo te chequean por seguridad. “Todo en orden, adelante caballero” dicen con entusiasmo antes de pasar al segundo filtro.
Un golpe de calor, luces deslumbrantes, olor a fabuloso y música al ritmo de la guaracha te envuelven. Las ansias por bailar crecen, pero primero hay que pagar. “Cincuenta pesos entrada, diez guardarropa” dice un letrero de lona sobre la taquilla polarizada, que esconde el rostro de quien cobra.
A un lado, una pareja de viejitos murmuran entre ellos,celebrando que los precios no han subido en años. “Así da gusto venir”, dicen. Para muchos, este es un lugar para la gente del barrio, donde no sobra el dinero, pero sí las ganas de bailar.
Ya es hora de entrar, el primer piso espera. Sin embargo, un escenario vacío sorprende: los músicos aún no han llegado. Pero, desde el segundo piso, una cumbia en vivo se filtra por las escaleras. Corre, sube, mientras el retumbar de los timbales sacude el suelo y el alboroto de la gente anticipa la fiesta.
El segundo piso, como una copia exacta del primero, se abre como un santuario del baile. Al frente, el escenario cobra vida; sobre él, los músicos con sus melenas largas y joyería dorada lucen trajes grises tan brillantes que reflejan las luces del salón como espejos en movimientos. Acordeones, trompetas y timbaleshacen sonar el ritmo de la “rumba cha cha cha”.
Este sonido tan clásico comienza a llenar el espacio: las primeras notas son un llamado, un empujón suave que invita a bailar en una pista alumbrada por luces de colores que cuelgan sobre el techo.
La música se desliza por las mesas de metal que rodean la pista, atraviesa las sillas gastadas y llega hasta la esquina donde está la barra, allí cervezas, cubas y azulitos esperan a ser llevadas. Todo está en su sitio, como una maquinaria que solo se detiene para cambiar de escenario; arriba o abajo, pero nunca para apagar la música.
Alrededor de la pista, entre bailes de un ritmo lento pero constante, cabelleras mayormente grises hacen presencia. Rostros curtidos por los años se iluminan con cada acorde, y las arrugas, lejos de ser marcas de tiempo, parecen mapas de incontables noches de baile.
Los hombres visten con esmero: camisas bien planchadas, pantalones de vestir, relojes y zapatos lustrados que replican contra el suelo en cada paso. Cada detalle de su atuendo parece ensayado con la misma precisión que sus movimientos.
Entre ellos, los pachucos destacan con sus trajes holgados y de colores vivos, con la tan característica pluma en el sombrero, zapatos bicolor, la joyería dorada y su porte peculiar y propio de estos personajes.
Las mujeres, elegantes y con un abanico para soportar el calor, caminan con la misma gracia con la que bailan. Vestidos elegantes, patrones florales y de leopardo, con tacones tan altos que desafían la edad y labios pintados con la seguridad de quien ha vivido el ritmo en la piel.
En las mesas, quienes desean un descanso se sientan y charlan con sus amigos; la mayoría se conoce, ya sea por un apodo o por su presencia constante, pueses costumbre que asistan cada semana. Después de ponerse al día y botanear unos chicharrones o cacahuates es hora de seguir bailando.
Un bastón, testigo silencioso de años vividos, queda olvidado en una de esas sillas donde otros descansan, mientras su dueño se sumerge en el ritmo. Porque aquí, en la pista, la cumbia no solo es música: es un elixir que rejuvenece. Cada paso y cada giro desafían el tiempo, haciendo olvidar dolencias y preocupaciones.
Y así, entre luces brillantes, risas y pasos se entrelazan al ritmo de la cumbia, el Salón Caribe se convierte en algo más que un simple espacio de baile. Es una comunidad, un refugio donde el tiempo se detiene y las personas se conocen por el simple hecho de compartir el momento. Aquí cada rostro tiene una historia, cada paso una memoria y cada sonrisa un eco de noches pasadas.
El caribe no es un lugar donde solo se viene bailar. Aquí se han conocido parejas que, décadas después, siguen girando en la pista. Algunos regresan buscando la sombra de un amor perdido, otros, la juventud que creen haber dejado atrás.
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