Por: Ángel Rivera
En una mesa larga de roble macizo y oscuro, de esas que a la hora de la comida se prestan para la nostalgia de recuerdos pasados, surge entre las memorias la herencia histórica del Buen Tono.
–Oye, María, ¿te acuerdas de la cigarrera del Buen Tono?
–Sí –dice María–, la que estaba por Teléfonos de México, ahí adelantito de ese famoso mercado de San Juan, en la colonia del mismo nombre, en el que dizque venden carne de león y quien sabe cuanta cosa más.
–Si, esa mera. Estuve haciendo memoria y resulta que ya mero se cumplen 173 años de que nació el fundador, el famosísimo empresario franco-mexicano Ernesto Pugibet. Dicen que era una finísima persona, pero quien sabe.
–Tienes razón, aunque yo me acuerdo más de la fuente del Buen Tono, esa que estaba a un ladito de la cigarrera. Cuando iba de chamaca con mi mamá le daba unos tragotes al agua; ya ves que en ese tiempo estaba purificada y venia desde el acueducto de Chapultepec.
–¡Es verdad! –exclamó Rafael–. La recuerdo idéntica a como dices, ¿crees que ahí siga la fuente? Hace años que no paso por ahí…
La duda quedó al aire, al igual que el olor a café y pan dulce del desayuno. Afuera, la ciudad seguía su caótica y apresurada rutina, pero ahí, en aquella mesa, el tiempo parecía congelarse.
Y fue inevitable. Las palabras llevaron a las calles, y las calles a la antigua sede de la cigarrera Buen Tono. Aquella nostalgia con la que María recordaba el lugar, despertó esa curiosidad chilanga por comprobar si aún quedan rastros de lo que alguna vez fue San Juan Moyotlan.
Ese famoso barrio, con calles enredadas y fachadas desgastadas, que muchos evitan –quizá por miedo, quizá por precaución–, guarda aún la memoria de una larga historia que resiste el paso del tiempo. Aquel lugar no es cualquiera, allí las grietas de los muros y la gente sigue respirando, aferrada a su propio caos.
A lo lejos, sobre el propio caos y donde los rostros y lenguas ajenas de sus caminantes parecen gritar que no son paisanos, se puede oír un pregonero que anuncia algo inusual:
–¡Carne exótica, cucarachas, alacranes, mezcal! ¿Qué buscaba?
Discretamente, un letrero de azulejo incrustado en lo alto de un muro, escondido del bullicio, anunciaba el ansiado nombre; “Calle Ernesto Pugibet”. La voz que ofrecía toda clase de excentricidades se perdía entre un amplio catálogo de escenas.
Por un lado, el mercado de San Juan, famoso por ofrecer carnes exóticas que muchos presumen pero pocos prueban, emanaba un olor penetrante; mezcla de especias y humedad vieja. Desde afuera, rostros extraños se amontonaban para curiosear entre sus peculiaridades, bajo una fachada que intentaba disfrazar la crudeza del sitio con plantas artificiales, colgadas como cortinas de un verde gastado.
Al otro costado, como si de arquitectura soviética se tratara, Teléfonos de México se alza con una silueta brutalista, ventanales grises y una antena descomunal que parece devorar el cielo ardiente y primaveral.
Frente a impactante escenario, a lo lejos una pareja que, por su andar y tono de voz local, interrumpe el paisaje:
–Oye tú, la sed con calor es más y el sol cala muy fuerte, no traemos nadita de agua y ya hasta siento reseca la boca.
–Vente, vamos a sentarnos tantito en la plaza de San Juan, está aquí adelante y ahí nos tomamos algo. Aunque como me gustaría darle un sorbo a la fuente, así como cuando el agua estaba limpia.
Dicho y hecho, la plaza se hallaba al final de aquellos singulares sitios, fungiendo como un reposo inesperado en medio del ajetreo.
Junto a la calle, la fuente del Buen Tono se imponía discreta, vestida de piedra clara y coronada por dos ángeles alados que parecían vigilar la calma de quienes la rodeaban. Bajo ellos, una torre rectangular servía de soporte, decorada en sus esquinas con craneos de chivo y peces esculpidos, de cuyas bocas brota agua de un aspecto verdoso.
En la base, una pequeña cuenca debajo del rostro de un fauno recogía el agua caída, casi como si invitara a enjuagarse las manos tras la caminata. Todo el conjunto reposaba en una pileta ancha, que aún conservaba ese aire de las fuentes de antaño, cuando eran centro de encuentro y no solo ornamento olvidado.
A un costado de la fuente, como custodio silencioso, se alza el edificio de la antigua cigarrera y la iglesia del Buen Tono. De ladrillo gris y soberbias terrazas, su arquitectura industrial con detalles afrancesados evocaba una época en la que el humo de los cigarros perfumaba las calles y el sonido de las máquinas tejía el pulso obrero del barrio. Aunque ahora el comercio ocupa sus entradas, aún conserva el porte de aquellos tiempos en que fue símbolo de modernidad y prosperidad.
La fachada parece hablar sola, cargada de cicatrices y memorias. La intervención del ingeniero Miguel Ángel de Quevedo en el diseño dejó esa mezcla extraña entre funcionalidad dura y ornamento discreto. Hoy, pocos se detienen a mirarlo, como si su presencia fuera parte del paisaje invisible de la rutina.
Frente a esa mole gris, la plaza parece ofrecer un respiro. La fuente al centro, rodeada por bancas de hierro fundido recibe la sombra irregular de los árboles. Entre quienes toman como descanso este rincon está un hombre que, con bigote plateado y bastón en mano, saca unas cuantas historietas con temática vaquera y un profundo color sepia. El encabezado decía: “Oeste, Marcial Lafuente, Estefania”.
Hojeada tras hojeada, aquel señor parecía disfrutar la sombra y la soledad, aunque su calma se ve interrumpida.
–Que hay don Ermiño, ¿cómo esta? –saludó el muchacho curioso.
—Aquí nomás, disfrutando el airecito y matando el rato con estas historias —dijo mientras levantaba la revista.
—Oiga don, me contó mi papá sobre esta plaza y la fuente que dizque traía agua limpia ¿de veras sí servía antes?
—Mentiras no dijo chamaco, cuando yo era como tú, de aquí se podía tomar el agua. Mira, esa agua venía derechito del acueducto de Chapultepec. Era clarita, fresquita;. Incluso aquí venía la gente con sus cubetas y botellas a llenarlas para llevar a sus casas, otros nomás se echaban un trago y a seguirle.
El joven abrió los ojos sorprendido.
—¿De veras? ¡Qué chido!
—Pos sí, pero luego las cosas cambiaron. El agua ya no salía tan limpia. Se fue acabando lo bueno. Ya pa’ los noventa, aquí se juntaba otra gente, chamacos que venían a drogarse y así se fue echando a perder, la verdad.
—¿Y ahora ya no, verdad?
—No mijo, ya no se puede beber, pero fijate que todavía sirve –dijo don Ermiño mientras señalaba la fuente–, las personas sin hogas lavan su ropa ahí. Mira, como aquel que dejó secando su playera. Aunque ya no es agua limpia ni viene del acueducto, la fuente y su agua sigue siendo útil… no sólo adorno pa’ la foto. Todavía da algo a quien no tiene mucho, como antes.
El sol ya caía y bañaba la plaza con tonos naranjas que parecían acariciar los recuerdos de Don Ermiño. El agua de la fuente, quieta y algo verdosa, devolvía un reflejo entusiasta, casi como si también ella supiera que sigue ayudando quienes más lo necesitan.
La plaza seguía ahí, con sus bancas, sus árboles y la silueta vigilante de los ángeles. Ya nadie viene a llenar cántaros ni a calmar la sed, pero algunos aún encuentran alivio. No el de antes, pero alivio al fin. Pocos se detienen a mirar, menos a recordar. Y sin embargo, ese rincón resiste. No sólo por memoria: también por necesidad.
En una mesa larga de roble macizo y oscuro, de esas que a la hora de la comida se prestan para la nostalgia de recuerdos pasados, surge entre las memorias la herencia histórica del Buen Tono.
–Oye, María, ¿te acuerdas de la cigarrera del Buen Tono?
–Sí –dice María–, la que estaba por Teléfonos de México, ahí adelantito de ese famoso mercado de San Juan, en la colonia del mismo nombre, en el que dizque venden carne de león y quien sabe cuanta cosa más.
–Si, esa mera. Estuve haciendo memoria y resulta que ya mero se cumplen 173 años de que nació el fundador, el famosísimo empresario franco-mexicano Ernesto Pugibet. Dicen que era una finísima persona, pero quien sabe.
–Tienes razón, aunque yo me acuerdo más de la fuente del Buen Tono, esa que estaba a un ladito de la cigarrera. Cuando iba de chamaca con mi mamá le daba unos tragotes al agua; ya ves que en ese tiempo estaba purificada y venia desde el acueducto de Chapultepec.
–¡Es verdad! –exclamó Rafael–. La recuerdo idéntica a como dices, ¿crees que ahí siga la fuente? Hace años que no paso por ahí…
La duda quedó al aire, al igual que el olor a café y pan dulce del desayuno. Afuera, la ciudad seguía su caótica y apresurada rutina, pero ahí, en aquella mesa, el tiempo parecía congelarse.
Y fue inevitable. Las palabras llevaron a las calles, y las calles a la antigua sede de la cigarrera Buen Tono. Aquella nostalgia con la que María recordaba el lugar, despertó esa curiosidad chilanga por comprobar si aún quedan rastros de lo que alguna vez fue San Juan Moyotlan.
Ese famoso barrio, con calles enredadas y fachadas desgastadas, que muchos evitan –quizá por miedo, quizá por precaución–, guarda aún la memoria de una larga historia que resiste el paso del tiempo. Aquel lugar no es cualquiera, allí las grietas de los muros y la gente sigue respirando, aferrada a su propio caos.
A lo lejos, sobre el propio caos y donde los rostros y lenguas ajenas de sus caminantes parecen gritar que no son paisanos, se puede oír un pregonero que anuncia algo inusual:
–¡Carne exótica, cucarachas, alacranes, mezcal! ¿Qué buscaba?
Discretamente, un letrero de azulejo incrustado en lo alto de un muro, escondido del bullicio, anunciaba el ansiado nombre; “Calle Ernesto Pugibet”. La voz que ofrecía toda clase de excentricidades se perdía entre un amplio catálogo de escenas.
Por un lado, el mercado de San Juan, famoso por ofrecer carnes exóticas que muchos presumen pero pocos prueban, emanaba un olor penetrante; mezcla de especias y humedad vieja. Desde afuera, rostros extraños se amontonaban para curiosear entre sus peculiaridades, bajo una fachada que intentaba disfrazar la crudeza del sitio con plantas artificiales, colgadas como cortinas de un verde gastado.
Al otro costado, como si de arquitectura soviética se tratara, Teléfonos de México se alza con una silueta brutalista, ventanales grises y una antena descomunal que parece devorar el cielo ardiente y primaveral.
Frente a impactante escenario, a lo lejos una pareja que, por su andar y tono de voz local, interrumpe el paisaje:
–Oye tú, la sed con calor es más y el sol cala muy fuerte, no traemos nadita de agua y ya hasta siento reseca la boca.
–Vente, vamos a sentarnos tantito en la plaza de San Juan, está aquí adelante y ahí nos tomamos algo. Aunque como me gustaría darle un sorbo a la fuente, así como cuando el agua estaba limpia.
Dicho y hecho, la plaza se hallaba al final de aquellos singulares sitios, fungiendo como un reposo inesperado en medio del ajetreo.
Junto a la calle, la fuente del Buen Tono se imponía discreta, vestida de piedra clara y coronada por dos ángeles alados que parecían vigilar la calma de quienes la rodeaban. Bajo ellos, una torre rectangular servía de soporte, decorada en sus esquinas con craneos de chivo y peces esculpidos, de cuyas bocas brota agua de un aspecto verdoso.
En la base, una pequeña cuenca debajo del rostro de un fauno recogía el agua caída, casi como si invitara a enjuagarse las manos tras la caminata. Todo el conjunto reposaba en una pileta ancha, que aún conservaba ese aire de las fuentes de antaño, cuando eran centro de encuentro y no solo ornamento olvidado.
A un costado de la fuente, como custodio silencioso, se alza el edificio de la antigua cigarrera y la iglesia del Buen Tono. De ladrillo gris y soberbias terrazas, su arquitectura industrial con detalles afrancesados evocaba una época en la que el humo de los cigarros perfumaba las calles y el sonido de las máquinas tejía el pulso obrero del barrio. Aunque ahora el comercio ocupa sus entradas, aún conserva el porte de aquellos tiempos en que fue símbolo de modernidad y prosperidad.
La fachada parece hablar sola, cargada de cicatrices y memorias. La intervención del ingeniero Miguel Ángel de Quevedo en el diseño dejó esa mezcla extraña entre funcionalidad dura y ornamento discreto. Hoy, pocos se detienen a mirarlo, como si su presencia fuera parte del paisaje invisible de la rutina.
Frente a esa mole gris, la plaza parece ofrecer un respiro. La fuente al centro, rodeada por bancas de hierro fundido recibe la sombra irregular de los árboles. Entre quienes toman como descanso este rincon está un hombre que, con bigote plateado y bastón en mano, saca unas cuantas historietas con temática vaquera y un profundo color sepia. El encabezado decía: “Oeste, Marcial Lafuente, Estefania”.
Hojeada tras hojeada, aquel señor parecía disfrutar la sombra y la soledad, aunque su calma se ve interrumpida.
–Que hay don Ermiño, ¿cómo esta? –saludó el muchacho curioso.
—Aquí nomás, disfrutando el airecito y matando el rato con estas historias —dijo mientras levantaba la revista.
—Oiga don, me contó mi papá sobre esta plaza y la fuente que dizque traía agua limpia ¿de veras sí servía antes?
—Mentiras no dijo chamaco, cuando yo era como tú, de aquí se podía tomar el agua. Mira, esa agua venía derechito del acueducto de Chapultepec. Era clarita, fresquita;. Incluso aquí venía la gente con sus cubetas y botellas a llenarlas para llevar a sus casas, otros nomás se echaban un trago y a seguirle.
El joven abrió los ojos sorprendido.
—¿De veras? ¡Qué chido!
—Pos sí, pero luego las cosas cambiaron. El agua ya no salía tan limpia. Se fue acabando lo bueno. Ya pa’ los noventa, aquí se juntaba otra gente, chamacos que venían a drogarse y así se fue echando a perder, la verdad.
—¿Y ahora ya no, verdad?
—No mijo, ya no se puede beber, pero fijate que todavía sirve –dijo don Ermiño mientras señalaba la fuente–, las personas sin hogas lavan su ropa ahí. Mira, como aquel que dejó secando su playera. Aunque ya no es agua limpia ni viene del acueducto, la fuente y su agua sigue siendo útil… no sólo adorno pa’ la foto. Todavía da algo a quien no tiene mucho, como antes.
El sol ya caía y bañaba la plaza con tonos naranjas que parecían acariciar los recuerdos de Don Ermiño. El agua de la fuente, quieta y algo verdosa, devolvía un reflejo entusiasta, casi como si también ella supiera que sigue ayudando quienes más lo necesitan.
La plaza seguía ahí, con sus bancas, sus árboles y la silueta vigilante de los ángeles. Ya nadie viene a llenar cántaros ni a calmar la sed, pero algunos aún encuentran alivio. No el de antes, pero alivio al fin. Pocos se detienen a mirar, menos a recordar. Y sin embargo, ese rincón resiste. No sólo por memoria: también por necesidad.
Comentarios
Publicar un comentario